sábado, 7 de febrero de 2009

Ruidos.

Por Ariel Zúñiga Núnez


Al principio era un leve crepitar dentro de las murallas que se confundía con el sonido de la madera y el adobe al contraerse y expandirse ante las oscilaciones térmicas; luego un desenfadado e incesante desfile que no respetaba ni las horas de sueño ni las de la vigilia. Quizá era por lo difícil que habrá sido para cualquier ser comprender mis horas de descanso, las cuales no se correspondían ni con los días ni con las noches, ni con los lunes ni los domingos; mientras estaba despierto me encontraba abrumado o por el calor soporífero o por el hielo que se colaba por las calaminas, y sino era eso era cualquier otro asunto desde el palpito cardíaco hasta las infaltables goteras. El dormir era una mezcla de dolor de espalda y cabeza que a ratos se agazapaba tras dolores más intensos producidos por pesadillas que no eran más que recuerdos y legítimas lucubraciones.

Al principio los mil rostros de la abulia se interponían entre el calvario y el exterminio, o quizá la molestia tangible de las ratas invadiendo mi habitación, consumiendo mis precarios víveres y destruyendo, a mordidas y rasguños, aquellas murallas que con tanto esfuerzo una vez empapelé, me hacían sangrar evitando el estallido. Vieja medicina para viejos asuntos, unas sanguijuelas por aquí un concho de vino picado por acá, papel de diario, mentolato, combatiendo la metástasis de la vida misma, el zumbido que en baja frecuencia lo destruye todo empezando por tus ambiciosos planes de ir a la ferretearía con los últimos pesos y comprar veneno, y luchar por no querer comértelo mezclado con ramitas y souflé de papas.

Al principio eran las murallas y los alimentos, luego los libros y mis apuntes. Mi cama olía a mis orines y a los meses sin bañarme pero aún el olor de su cuerpo se asomaba conspirando contra el cansancio y alimentando las pesadillas; el resto de la habitación a los orines de los nuevos habitantes los cuales ya no esperaban la oscuridad para pasearse, comerse mis muebles, fornicar y reproducirse. Nunca sabía si alcanzaría el control remoto al estirar mi mano, si es que tenía fuerzas para ello, pero si miraba la televisión frecuentemente divisaría a algún coludo acróbata pendiendo de la antena.

Hoy no lucharé contra sus mordidas, quizá me permitan conciliar el sueño o, quién sabe, quizá me despierten.