sábado, 13 de marzo de 2010

He sido testigo de lo ocurrido en Concepción y Talcahuano.

Por nuestro corresponsal, Charles Darwin.

(Fotos de Roy Corvalan Meneses)


4 de marzo de 1835.- Hemos entrado en el puerto de Concepción. Mientras el barco ganaba el fondeadero, desembarqué en la isla de Quiriquina. El mayordomo de la finca vino corriendo a caballo a darme la noticia terrible del gran terremoto del 20: «Que ni una casa había quedado en pie en Concepción ni en Talcahuano (el puerto); que 70 aldeas habían sido destruidas, y que una gran ola había arrasado las ruinas de Talcahuano.» De esta última afirmación tuve luego abundantes pruebas, pues toda la costa estaba sembrada de maderos y muebles, como si allí hubieran naufragado mil navíos. Además de las sillas, mesas, estantes, etc., que había en gran número, veíanse varias techumbres de casas transportadas casi enteras. Los almacenes de Talcahuano habían sido abiertos violentamente, y grandes pacas de algodón, hierba mate y otras mercancías de valor yacían esparcidas por la playa. Durante mi paseo alrededor de la isla observé que habían sido lanzados a la costa numerosos fragmentos de rocas que debieron estar sepultados en el mar a gran profundidad, según indicaban las plantas y animales a ellos adheridos; uno de esos fragmentos tenía cerca de dos metros de largo, uno de ancho y medio de grueso.

La isla misma denunciaba el empuje irresistible del terremoto, así como la playa patentizaba los efectos de la gran ola. El terreno en muchos puntos estaba agrietado de Norte a Sur, tal vez por haber cedido los lados paralelos y verticales de esta angosta isla.

Algunas de estas fisuras, próximas a los acantilados, tenían cerca de un metro de anchas. En la playa habían caído también muchas y enormes rocas, y los habitantes creían que cuando llegaran las lluvias se abrirían nuevas grietas. El efecto de la vibración en la dura pizarra primaria de que se componen los cimientos de la isla era todavía más curioso: las partes superficiales de algunas estrechas arrugas habían quedado tan trituradas como si contra ellas hubiera estallado un barreno de pólvora. Este efecto, que se manifestaba en las fracturas frescas y en el suelo desplazado, debió quedar limitado junto a la superficie, porque de otro modo no hubiera quedado un bloque sólido de roca en todo Chile. El supuesto anterior no tiene nada de improbable, porque sabido es que la superficie de un cuerpo vibrante es afectada de modo diferente que la parte central. Tal vez por esta razón precisamente los terremotos no producen en las minas profundas trastornos tan terribles como podría esperarse. Abrigo la creencia de que esta convulsión ha contribuido de una manera más eficaz a reducir la extensión de la isla de Quiriquina que el prolongado desgaste causado por el mar y los fenómenos atmosféricos en el transcurso de una centuria entera.

Al día siguiente desembarqué en Talcahuano, y después fui a caballo a Concepción. Ambas ciudades presentaban el más espantoso aspecto y a la vez el espectáculo más interesante que en mi vida he contemplado. El que las hubiera conocido antes de la catástrofe no podría menos de sentirse profundamente conmovido, porque las ruinas estaban tan entremezcladas unas con otras y la escena toda tenía tan pocas apariencias de lugar habitable, que apenas era dable imaginar su antigua condición. El terremoto comenzó las once y media de la mañana. Si hubiera ocurrido a media noche habría perecido el mayor número de habitantes, que en esta provincia suben a muchos millares, en lugar de los ciento escasos que murieron; así y todo, lo único que los salvó fue la costumbre tradicional de salir corriendo de las casas al sentir el primer estremecimiento del suelo. En Concepción, cada casa y cada fila de casas formaban un montón o una línea de ruinas; pero en Talcahuano, a causa de la gran ola, no podía distinguirse apenas más que una capa de ladrillos, tejas y vigas, con tal cual parte de pared que continuaba en pie. Por esta circunstancia, Concepción, aunque no tan completamente derruida, presentaba una vista más terrible, y, si se me permite la expresión, más pintoresca. El primer choque fue súbito. El mayordomo de Quiriquina me dijo que la primera noticia que recibió fue hallarse rodando por el suelo con el caballo. Se levantó, y volvió a ser derribado. También me contó que algunas vacas habían sido precipitadas al mar, adonde bajaron rodando desde las laderas de la isla. La gran ola mató mucho ganado; en una isla baja, cerca de la parte más abrigada de la bahía, el mar arrebató 70 animales, que se ahogaron. Créese generalmente que éste ha sido el peor terremoto de que hay memoria en Chile; pero como los más fuertes ocurren sólo tras largos intervalos, no puede saberse fácilmente. En realidad, cualquier otro trastorno sísmico de mayor intensidad no hubiera causado más estragos en ésta localidad, porque la ruina era completa. Innumerables temblores de escasa importancia siguieron al gran terremoto, y en los primeros doce días se contaron nada menos que 300. Cuando vi el estado en que se hallaba Concepción, no acierto a explicar cómo pudo escapar ileso el mayor número de habitantes. Las casas, en muchas partes se desplomaron hacia fuera; de modo que formaron en el centro de las calles montículos de ladrillos y escombros. Míster Rouse, el cónsul inglés, nos dijo que estaba almorzando cuando la primera sacudida le hizo salir corriendo. No bien había llegado a la mitad del patio, cuando un lado de su casa se vino abajo con espantoso estruendo. Tuvo la serenidad suficiente para reflexionar que si lograba encaramarse a la parte superior de lo que había caído se salvaría. No pudiendo mantenerse en pie, a causa de los movimientos del suelo, trepó a gatas, y en cuanto hubo ganado la pequeña eminencia, se desplomó el otro lado de la casa, pasándole las grandes vigas por muy cerca de la cabeza. Con los ojos ciegos y la boca tapada por la nube de polvo que obscurecía el aire, llegó por fin a la calle. Como los choques se sucedían con intervalos de pocos minutos, nadie se atrevía a acercarse a las deshechas ruinas, aun ignorando si alguno de sus más caros amigos y parientes se hallaría a punto de perecer por falta de auxilio.

Los que habían salvado algunos bienes se veían obligados a vigilarlos constantemente, porque los ladrones merodeaban de un sitio a otro, y a cada pequeño temblor del suelo, mientras con una mano se golpeaban el pecho, clamando: «¡Misericordia!», con la otra hurtaban de las ruinas lo que podían. Los techos de bardas cayeron sobre los hogares y estallaron incendios en todas partes. Las familias que quedaron arruinadas se contaban por centenares, y pocos tuvieron medios con que procurarse el sustento del día.

Los terremotos por si solos bastan para destruir la prosperidad de todo país. Si las fuerzas subterráneas que ahora permanecen inertes debajo de Inglaterra desplegaran el poder que seguramente han ejercitado en las antiguas épocas geológicas, ¡qué espantosa transformación se operaría en el país! ¿Qué sería de los elevados palacios, ciudades de densísimo caserío, grandes fábricas y hermosos edificios públicos y privados? Y en el caso de que el nuevo período de perturbación empezara por algún gran terremoto en el silencio de la noche, ¡qué horrenda sería la carnicería! En un instante Inglaterra se hallaría en plena bancarrota, y todos los papeles, documentos y relaciones se perderían. Impotente el Gobierno para cobrar los tributos y mantener su autoridad, la violencia y el robo imperarían en todos los condados de la nación. En las grandes ciudades arreciaría el hambre, y en pos de ella seguirían la pestilencia y la muerte.

Poco después del choque se vio una gran ola que, desde la distancia de tres o cuatro millas, avanzaba hacia la bahía con un perfil alisado, y todo a lo largo de la costa arrancó de cuajo viviendas y árboles, mientras seguía su camino con arrollador empuje. Al fondo de la bahía se desató en una espantosa línea de blancos rompientes, que subieron a la altura de 23 pies verticales sobre las mayores mareas del equinoccio. Su fama debió de ser prodigiosa, porque en el fuerte hizo retroceder 15 pies un cañón con su cureña, cuyo peso se calculaba en cuatro toneladas. Una goleta fue trasladada en medio de las ruinas, a unos 29 metros de la playa. A la primera ola siguieron otras dos, que barrieron una infinidad de objetos, que quedando flotando. En cierto sitio de la bahía esas olas pusieron en alto una embarcación y la sacaron a tierra, dejándola en seco; la llevaron nuevamente, para volver a arrojarla a la playa, y por fin la arrastraron al mar. En otra parte, dos grandes navíos que estaban anclados uno junto a otro dieron vueltas todo alrededor, y sus cables se engancharon y retorcieron por tres veces; aunque tenían las áncoras a 36 pies de profundidad, estuvieron tocando el fondo por algunos minutos. La gran ola debió de avanzar lentamente, porque los habitantes de Talcahuano tuvieron tiempo de huir a las alturas allende a la ciudad. Algunos marineros bogaron en un bote hacia el mar, confiando en que si alcanzaban la crecida antes de romper, navegarían con toda seguridad sobre ella, y así sucedió, por fortuna. Una anciana con un muchacho de cuatro o cinco años corrió a meterse en un bote; pero no habiendo quien remara, la pequeña embarcación se estrelló contra un ancla y se partió en dos; la vieja se ahogó, pero el muchacho fue recogido algunas horas después agarrado a una tabla. Entre las ruinas de las casas quedaron charcos de agua de mar, y los niños, construyendo botes con mesas y sillas, parecían tan alegres como tristes sus padres. Sin embargo, era en extremo interesante observar cuán animados y ecuánimes se mostraban todos, contra lo que hubiera podido esperarse.

No faltó quien lo explicara, con bastante fundamento, por la circunstancia de haber sido tan general el estrago que nadie pudo considerarse más arruinado que los demás ni sospechar retraimiento o desvío por parte de sus amigos, una de las consecuencias más penosas que acompaña a la pérdida de las riquezas. Mr. Rouse y un grupo numeroso que tomó bajo su protección vivieron la primera semana en un huerto, debajo de unos manzanos. En un principio el tiempo se pasó tan alegremente como en una jira campestre; pero a poco un copioso aguacero les causó graves incomodidades, por carecer de todo abrigo.

En la excelente descripción que el capitán Fitz Roy hizo de este terremoto se dice que en la bahía hubo dos explosiones: una semejante a una columna de humo, y otra como el ruido que hace una gran ballena al lanzar su surtidor. El agua parecía, además, hervir por todas partes, «se puso negra y exhalaba un olor a azufre muy desagradable». Esta última circunstancia se observó en la bahía de Valparaíso durante el terremoto de 1822; a mi juicio, puede explicarse por el hecho de revolverse en el fondo del mar el cieno, que contiene materias orgánicas en descomposición. En la bahía del Callao, durante un día de calma, noté que al arrastrar un barco su cable por el fondo se señalaba su curso por una línea de burbujas.

La clase pobre y menos instruida de Talcahuano atribuía el terremoto al maleficio de unas viejas indias que dos años antes, en venganza de una ofensa recibida, habían tapado el volcán de Antuco. Esta necia superstición es curiosa, por demostrar que la experiencia ha hecho observar al pueblo indígena cierta relación entre la suprimida actividad de los volcanes y los temblores de tierra. Fue preciso invocar la magia para suplir el desconocimiento de la relación entre causa y efecto, y así, se recurrió al cierre de los respiraderos de los volcanes. Dicha creencia es más curiosa en este caso particular, porque, según el capitán Fitz Roy, hay fundamento para dar por cierto que el Antuco no experimentó la menor alteración.

La ciudad de Concepción estaba construida al antiguo estilo español, con las calles trazadas en cuadrícula rectangular; una de las series iba de SO a O, y la otra, de NO a N. Las paredes que seguían la primera dirección se sostuvieron mejor que las de la segunda; el mayor número de bloques de ladrillo fueron arrojados hacia el NE.

Ambas circunstancias concuerdan perfectamente con la idea general de que las ondulaciones habían procedido del SO, y en la dirección de este mismo cuadrante se oyeron también los ruidos subterráneos; porque es evidente que los muros que seguían la dirección SO y NE, presentando sus extremos hacia el punto de donde venían las ondulaciones, tenían muchas menos probabilidades de caer que los orientados en las líneas del NO y SE, debieron ser sacadas de nivel a un mismo tiempo, ya que las ondulaciones venidas del SO hubieron de extenderse en olas NO y SE al pasar por debajo de los cimientos. Esto puede ilustrarse colocando libros sobre una alfombra, y luego, en la forma indicada por Michell, imitando las ondulaciones de un temblor de tierra; si se practica la experiencia, se verá que caen con mayor o menor prontitud, según que su dirección coincida más o menos próximamente con la línea de las ondas. Las grietas del terreno, por regla general, aunque no de un modo uniforme, se extendían en las direcciones SE y NO, y, por tanto, correspondían a las líneas de ondulación o de flexión principal. Teniendo presentes todas estas circunstancias, que tan claramente señalan el SO como principal foco de perturbación, es interesantísimo el hecho de que la isla de Santa María, situada en ese cuadrante durante la general elevación del suelo, subiera a una altura tres veces mayor que cualquier otra parte de la costa.

La diferente resistencia ofrecida por los muros, según su dirección, se puso bien de manifiesto en el caso de la catedral. El ala que miraba al NE no era más que un informe montón de ruinas, en medio de las que se alzaban marcos de puertas y aglomeraciones de vigas, como si flotaran en una corriente. Algunos de los bloques angulares de ladrillo eran de grandes dimensiones, y la sacudida los hizo rodar a distancia en el llano de la plaza, semejando fragmentos de roca al pie de una alta montaña. Los muros laterales (orientados al SO y NE), aunque excesivamente fracturados, permanecieron en pie; pero los enormes contrafuertes (perpendiculares a los anteriores y paralelos a los que cayeron), en muchos puntos habían sido cortados como con un cincel y derribados. Ciertas partes ornamentales del coronamiento de estos mismos muros habían sido desplazadas por el terremoto y puestas en dirección diagonal. Una circunstancia semejante se observó después de un temblor de tierra en Valparaíso, Calabria y otros lugares, incluso algunos en varios de los antiguos templos griegos. Este movimiento de torsión parece a primera vista indicar un remolino o vórtice debajo de cada punto así afectado; pero tal hipótesis es muy improbable. ¿No podrían haber sido causados esos desplazamientos por la tendencia de cada piedra a, colocarse en alguna posición particular con respecto a la línea de vibración, de un modo análogo a lo que sucede con los alfileres al sacudirlos en una hoja de papel? Por regla general, los arcos de puertas y ventanas se sostuvieron mucho mejor que las demás partes. Sin embargo, un pobre cojo que durante los pequeños temblores había tenido la costumbre de arrastrarse debajo de cierto arco de una portada, murió esta vez aplastado.

No ha sido mi intento describir minuciosamente el aspecto de Concepción, porque creo imposible dar idea exacta de los variados sentimientos que experimenté. Varios oficiales visitaron las ruinas antes que yo y sus palabras no eran bastante enérgicas y expresivas para dar una exacta idea de las escenas de desolación. Es penoso y deprimente ver obras que han costado al hombre tantos años de labor derribadas en un minuto. Pero este sentimiento de compasión a los habitantes de la ciudad derruida cedía muy luego el puesto a la sorpresa y asombro de ver producida en cortos minutos una transformación que se suele atribuir a la acción lenta de los siglos. En mi opinión, desde mi partida de Inglaterra, difícilmente hemos contemplado espectáculo de tan profundo interés.

Dícese que en casi todos los grandes terremotos se ha notado una gran agitación en las vecinas aguas del mar. El movimiento parece haber sido, en general, de dos clases, como en el caso de Concepción: primeramente, en el momento del choque, el agua sube e invade la playa en una crecida suave, y después se retira tranquilamente; en segundo lugar, algún tiempo después, la masa total del mar se retira de la costa, y vuelve luego en olas de empuje irresistible. El primer movimiento parece ser una consecuencia inmediata del terremoto, que afecta a la parte sólida de la tierra diversamente que a la masa líquida del mar, alterando un poco sus respectivos niveles; pero el segundo caso constituye un fenómeno más importante. En la mayoría de los terremotos, y especialmente en los ocurridos en la costa occidental de América, es cierto que el primer gran movimiento de las aguas ha sido de retirada. Algunos autores han intentado explicarlo suponiendo que el agua conserva su nivel mientras la tierra oscila hacia arriba; pero seguramente el agua cercana a la tierra, aun en una costa algo escarpada, debería participar del movimiento del fondo; y, aparte esto, según ha observado Mr. Lyell, tales movimientos del mar han ocurrido en islas muy distantes de la línea principal de perturbación, como sucedió en la de Juan Fernández durante este terremoto, y en la de Madeira durante el famoso de Lisboa. Sospecho (pero el asunto es de los más obscuros) que las olas grandes de invasión, aunque engendradas por la sacudida, atraen en el primer momento el agua a la costa haciéndola retirarse, y a la vez avanzan hacia tierra para romper; así he observado que sucede en las pequeñas ondas producidas por las ruedas de paletas de los remolcadores. Es notable que mientras Talcahuano y El Callao (cerca de Lima), situados ambos en grandes bahías superficiales, han sufrido en los terremotos fuertes las consecuencias de las grandes olas, Valparaíso, que se halla junto al borde de un mar muy profundo, nunca ha sido anegado, no obstante haber recibido los choques de durísimas sacudidas. Del hecho de no aparecer la gran ola en el momento de sobrevenir el terremoto, sino mucho después, a veces hasta pasada media hora, y del de ser afectadas islas distantes, análogamente a las costas inmediatas al foco de perturbación, parece deducirse que dicha ola se forma primeramente en alta mar; y como así sucede de ordinario, la causa debe ser general. Presumo que el punto de origen de la mencionada ola se halla en la línea en que las aguas menos perturbadas del profundo océano se unen a las más cercanas a la costa, que han participado de la sacudida de la tierra. De aquí, se seguiría que la ola será mayor o menor según la extensión del agua superficial que haya sido agitada, a la vez que el fondo en que descansaba. El efecto más importante de este terremoto fue la elevación permanente de la tierra; acaso fuera más correcto hablar de ella como de la causa del fenómeno. No cabe dudar de que todo el terreno alrededor de la bahía de Concepción se elevó de dos a tres pies; pero merece notarse que, a causa de haber sido borradas por la ola todas las antiguas líneas de la acción de las mareas sobre las inclinadas playas arenosas, no pude descubrir pruebas de este hecho más que en el testimonio unánime de los habitantes, quienes aseguraron que un pequeño bajío rocoso ahora visible estaba anteriormente cubierto de agua. En la isla de Santa María (a unas 30 millas de distancia) la elevación fue mayor; en cierto sitio el capitán Fitz Roy halló bancos de mejillones pútridos adheridos aún a las rocas a la altura de 10 pies sobre la de la pleamar, y los naturales de la isla habían buceado en otro tiempo, durante las bajas mareas equinocciales, en busca de las citadas conchas. La elevación de esta comarca encierra un interés particularísimo, por haber sido teatro de varios otros terremotos violentos y por la enorme cantidad de conchas esparcidas sobre el terreno, hasta la altura de 180 metros, seguramente, y creo que hasta la de 300. En Valparaíso, según dejo dicho, se encuentran conchas análogas a 400 metros de altura, y apenas cabe dudar de que esta gran elevación se ha efectuado por sucesivos y pequeños levantamientos, como el que acompañó o causó el terremoto de este año, y asimismo por un lento e insensible movimiento ascensional, que con toda certeza aumente en algunas partes de esta costa.

La isla de Juan Fernández, 360 millas al Nordeste, fue en la época del gran choque del día 20 violentamente sacudida; de tal suerte, que los árboles se daban unos contra otros, y apareció un volcán bajo del agua, cerca de la costa; estos hechos son notables porque la citada isla también experimentó con mayor violencia que otros lugares a igual distancia de Concepción las consecuencias del terremoto de 1751, y esto pone de manifiesto alguna conexión subterránea entre los dos puntos. Chiloé, unas 340 millas al sur de Concepción, parece haber sido afectado de un modo más intenso que la región intermedia de Valdivia, donde el volcán de Villa-Rica no presentó la menor señal de alteración, mientras en la Cordillera frente a Chiloé dos de los volcanes entraron al mismo tiempo en violenta actividad. Estos dos volcanes y algunos otros cercanos continuaron por largo tiempo en erupción, y diez meses después sufrieron de nuevo la influencia de un terremoto en Concepción. Algunos hombres que cortaban leña cerca de la base de uno de estos volcanes no percibieron el choque del 20, a pesar de que todo el territorio de los alrededores temblaba a la sazón; aquí tenemos el caso de una erupción que atenúa o reemplaza a un terremoto, como hubiera sucedido en Concepción, según la creencia de la gente baja, si el volcán de Antuco no hubiera sido tapado por arte de hechicería. Dos años y nueve meses más tarde, Valdivia y Chiloé volvieron a sentir un terremoto más violento que el del 20, y una isla del Archipiélago de Chonos se elevó permanentemente más de ocho pies. Adquiriremos una idea más clara de las proporciones de estos fenómenos si (como en el caso de los glaciares) los suponemos realizados en Europa, a distancias correspondientes. En tal supuesto, la sacudida se hubiese extendido desde el mar del Norte al Mediterráneo, y a la vez se hubiera elevado una ancha faja de la costa oriental de Inglaterra, junto con algunas islas adyacentes, y esto de un modo permanente; una serie de volcanes en la costa de Holanda hubiera entrado en actividad y producídose una erupción en el fondo del mar, cerca del extremo septentrional de Irlanda; y, por último, los antiguos cráteres de Auvergne, Cantal y Monte de Oro hubieran lanzado a la atmósfera negras columnas de humo y permanecido en violenta actividad. A los dos años y nueve meses Francia hubiera sido arrasada por un terremoto, desde el Centro hasta el Canal de la Mancha, y hubiera surgido en el Mediterráneo una isla permanente.

El área en que se efectuó la erupción de materias volcánicas el día 20 se extiende 720 millas en una dirección y 400 en otra, perpendicular a la primera; de aquí, pues, según todas las probabilidades, que haya en esta región un lago subterráneo de lava, de una extensión casi doble de la del mar Negro. Por la íntima y complicada manera con que las fuerzas elevatorias y eruptivas se mostraron relacionadas durante la serie de los fenómenos, podemos llegar confiadamente a la conclusión de que las fuerzas que elevan lentamente y por pequeñas impulsiones los continentes, y las que en períodos sucesivos arrojan materias plutónícas por orificios abiertos, son idénticas

Tengo muchas razones para creer que los frecuentes temblores de tierra en esta línea de la costa son causados por la ruptura de los estratos, desgarrados por la tensión de las capas terrestres al ser levantadas, y por la inyección de roca en estado fluido.

Estos desgarramientos e inyecciones, si se repiten con frecuencia suficiente (y sabemos que los terremotos afectan repetidas veces a las mismas áreas y del mismo modo), forman una cadena de montañas, y la isla lineal de Santa María, que ha sido elevada a triple altura del territorio circunvecino, parece estar pasando por este proceso. Creo que el eje sólido de una montaña se diferencia, en cuanto al modo de su formación, de una montaña volcánica sólo en que la roca fundida ha sido inyectada repetidas veces en lugar de haber sido eyectada en sucesivas erupciones. Además, creo que es imposible explicar la estructura de las grandes cadenas de montañas como la de la Cordillera, en la que los estratos, tendidos sobre el eje inyectado de roca plutónica, han sido volteados sobre sus bordes a lo largo de varias líneas de elevación, Paralelas y próximas, salvo en esta hipótesis de que la roca del eje ha sido inyectada repetidas veces en intervalos suficientemente largos para permitir a las partes superiores, o cuñas, enfriarse y solidificarse, porque si los estratos hubieran sido empujados violentamente para darles las posiciones, inclinadas, verticales y hasta invertidas, que ahora tienen, mediante un solo golpe, habría sido preciso que la tierra se hubiera conmovido hasta sus mismas entrañas, y en lugar de ver hoy abruptos ejes montañosos solidificados bajo grandes presiones, diluvios de lava habrían fluido de puntos innumerables en toda línea de elevación.


** Charles Darwin nació 12 de febrero de 1809 y fue testigo directo del terremoto y maremoto que afectó al centro sur de Chile en 1835 mientras viajaba en calidad de investigador en el navío inglés “Beagle”. Este texto corresponde a un fragmento de “El diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo”, escrito por Darwin. La traducción es de Juan Mateos y la edición de el aleph.com (descargado gratuitamente en www.librodot.com)

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