Recluido en su mansión de Down House, resistiendo diversas afecciones físicas que no lo dejaban en paz, Charles Darwin se afanaba por concluir una obra que lo había ocupado durante ya más de dos décadas, desde que concluyó su viaje naval a bordo del HMS Beagle comandado por Robert FitzRoy. En su mente, las ideas de Charles Lyell se conjugaban en las innumerables especies de flora y fauna que avistó y analizó en los diversos parajes que visitó, incluso como es sabido, en nuestra propia patria. Ya había recibido un inesperado y amenazante impulso, cual viento que presagia la tempestad, al saber que Alfred Russell Wallace trabajaba en una teoría casi idéntica a la suya, siendo esto tal vez, el motivo definitivo para que en 1859 viera la luz: “En el origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida”.
Este fue el preámbulo en que llegó a plantear un continuo de postulados que justifican y explican la selección natural como principio de conservación o supervivencia de los más adecuados, desde que las especies predominantes originan un mayor número de variedades, variedades que luego se convertirán en especies nuevas y distintas y ello incrementará el género al cual pertenecen, para luego surgir la correspondiente lucha por la vida entre los individuos, la cual será más intensa precisamente entre miembros de una misma especie, pues compiten por un mismo alimento. Esto a su vez, demostraba que las variaciones producidas son finalmente útiles a cada ser, toda vez que gracias a ellas tendrán mayores probabilidades de conservarse en esta lucha vital y generar descendencia.
La selección natural conduce al perfeccionamiento de cada ser en relación a sus condiciones de vida orgánica e inorgánica y en consecuencia, a un progreso en su organización. De hecho, mientras mayor sea un género, más variedad originará y su descendencia será la favorecida con dicha superioridad.
Entre las múltiples críticas que recibió Darwin desde que su obra se publicó, hubo algunas-que de hecho persisten hasta hoy si bien en reducidos círculos-que objetaban sus teorías por ser contrarias al plan divino de la creación tanto del hombre como del resto de las criaturas, en una interpretación absolutamente literalista de las escrituras sagradas, que tienen su principio elemental en que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, y aún más, lo hizo así para dominar y organizar al resto de las criaturas que habitaban junto con él el Jardín del Edén. ¿Cómo entonces podía atreverse Darwin a oponerse a este plan divino, a un mundo creado en sólo seis días, señalando que no todo fue creado de forma inmutable desde un comienzo? ¿Cómo podía llegar a concebirse que el Creador no diera vida a todas las especies desde un principio como las conocemos hoy para que el hombre las dominara, clasificara y aprendiera a convivir con ellas? Sostener lo contrario era suponer que dicho acto primigenio de creación fue imperfecto, que en realidad las especies adolecieron de ciertas fallas que luego debieron irse enmendando con el tiempo, fallas de tal envergadura que finalmente hubo especies que degeneraron en otras distintas, entre ellas: el hombre. ¡Se atrevía Darwin a insinuar, siguiendo sus postulados, que el hombre no fue creado de inmediato a imagen y semejanza de Dios, sino que primero Dios creó al mono! ¿Significa esto entonces que el mono es más semejante a Dios que nosotros mismos? ¿O significa más bien que la intención de Dios no era crear seres inteligentes sino sólo criaturas salvajes y que luego el hombre surgió por sus propios medios demostrando que Dios no existe? ¿Significa que Dios quiso crear al mono a fin de privarlo de discernimiento y evitar con ello que cayese en tentación?
Si bien tras la muerte de su pequeña hija la fe de Darwin se resintió bastante, todos los datos biográficos existentes, unido a una acabada lectura de su obra señera no conducen en modo alguno a que con su teoría pretendiera destruir las creencias religiosas de quienes profesan su fe en un Dios único y omnipotente ni por ende, que pretendiera acabar con la noción misma de Dios. Muy por el contrario, se dedicó primero a indagar con infantil y por lo mismo, prístina curiosidad y meticulosidad los coincidentes indicios de la naturaleza que forjaron luego, más de dos décadas después, su iconoclasta teoría: todo indicaba que todas las especies, incluido el hombre, habían variado, unas más que otras, y en dicha variación hubo unas que dominaron a otras sin por ello condenarlas a la extinción, pues las que efectivamente se extinguieron, como las evidencias fósiles lo indicaban, fueron aquellas que no supieron adaptarse a las nuevas condiciones de vida. La ley de la supervivencia del más fuerte era algo objetivo y evidente, lejos de pretender ser un postulado discriminatorio o clasista. El auge y desarrollo de las grandes civilizaciones de la antigüedad obedece a este mismo principio y demuestra que el hombre es parte integral de la naturaleza.
Si Dios no quiso crear al hombre inmediatamente a su imagen y semejanza fue precisamente para darle mayor valor moral una vez que lograra imponerse tras el largo y lentísimo proceso evolutivo y con eso arraigar en su corazón el triunfo del esfuerzo y por lo mismo, de la paciencia, la sabiduría y con ello, de la humildad. En lugar de ello, el hombre ha desnaturalizado su esencia, olvidando que alguna vez fue una más de las salvajes criaturas que luchaban por el alimento, creyéndose con el derecho de destruir su medio ambiente en aras a un bienestar momentáneo. Acaso ello demuestra el fracaso de la tesis de Darwin, pues pese a que él enfatizó que una especie se impondría sobre otra, jamás dijo que podría destruirla o esclavizarla al extremo de poner en riesgo su propia existencia como ha hecho el ser humano en el mundo actual. A fin de cuentas, quizás Darwin concibió al hombre como una criatura mucho más noble de lo que en los últimos dos siglos ha demostrado ser.
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