miércoles, 24 de diciembre de 2008

Es Mejor Reír que Llorar.

Por Ariel Zúñiga Núnez


Me río con el Dr. House al igual que todos los amargados. La industria del entretenimiento nos alcanza hasta quienes de ella rehuimos. Sus inverosímiles guiones: Siempre sus casos son rarísimos y le consultan a él sin pasar por ninguna parte antes; al final, mágicamente, el peor de los ateos, cínicos y herejes, descubre la dolencia ¡por revelación! Basura, la típica basura yanquee. Ridículo, y a la vez indolente, resulta el despliegue de recursos derrochados en cada paciente en un país en que el acceso a la salud es aún peor que en el de nosotros.

Pienso en los escritores que le dan vida al personaje, peones del gran tablero de Hollywood dedicados a hacer cosquillas, a tiempo completo, a todo el mundo. Pienso en la miseria de sus vidas burdamente compensada con sueldos millonarios.

Es que es mejor reír que llorar.

Reírme, por ejemplo, de los miles que envidian las vidas miserables.

De los que se sienten marginados del simulacro y que luchan día a día para que a sus hijos no les toque la misma suerte.

De las pequeñas querellas con que se entrampan, las pequeñas personas y sus pequeñas organizaciones.

La envidia que provoca cualquier obra por más mediocre que ella sea.

De la televisión tratando de entretener con simios amaestrados, a penas despiojados, que intuyen que los próximos segundos de fama serán los últimos.

De sus noticiarios: Diez por ciento de información adulterada, cincuenta por ciento de publicidad no solicitada, y cuarenta por ciento repartido en nimiedades y avisos convenidos.

Me río de los que se ríen de nosotros; de Lagos Weber a quien pagamos seis años de estudios en Inglaterra para que llegara sin saber inglés; de su padre que busca ser aclamado como rey (el primer emperador demócrata de la historia); de Barrios y Harboe, que tan poco nos aprecian que creen que votaremos por ellos. Entre paréntesis ¿Cómo juntaron los cien millones para la campaña si sólo han sido “servidores públicos”?

Me parece que es mejor reír que llorar, cuando todos estén tristes y no solamente por reír, sino porque la alternativa es llorar y eso agota y deshidrata.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Amante.

Por Ariel Zúñiga


Envilecimiento

licantropía

Feroz sorbencia

insolencia

razgadura

prodigalidad


ácidez borbotando

neutralidad alcalina inoculando

pubis quemante

hediente y ansioso


sed y hambre fusionados

aleados

saceados en la fragua de tus labios

en la pira de este cuarto

en el vahido de los cristales

en la envidia de los vecinos


candor corrompido

reboso indecente

lúdico devaneo

insolencia diluida en caústico tacto

en impostados lamentos aditada

esquizoides sueños esquecida

quemante realidad cristalizada

en vil rutina

emohecida

sábado, 6 de diciembre de 2008


¿Dos tipos de creadores?

Alfonso Cueto, escritor peruano, autor de El susurro de la mujer ballena

¿Hay una edad más adecuada para escribir una obra maestra? Hace algunos años, un amigo me decía que todos los grandes libros se habían escrito cuando sus creadores tenían alrededor de 30 años. Es la edad, razonaba, en la que se integran la energía creadora y la experiencia de vida, la fórmula exacta para escribir una obra maestra. En otra ocasión leí un comentario que señalaba en cambio que los 50 y más años son “la mejor edad para escribir una gran novela”. Malcolm Gladwell, en un artículo reciente en el New Yorker, recoge una investigación hecha sobre los ciclos de un creador. David Galenson, de la U. de Chicago, indagó sobre las edades en que se habían escrito los más grandes poemas en la lengua inglesa y llegó a la conclusión, contra lo que se piensa, de que no es cierto que la juventud sea el período más propicio para la poesía. Autores como Robert Frost, William Carlos Williams y Wallace Stevens habían escrito cerca de la mitad de sus poemas antologados después de los 50 años.
Galenson, diferencia entre escritores precoces y tardíos. Los precoces tienen objetivos muy claros y se concentran en ellos de un modo obsesivo desde el primer día. Los tardíos son tan obsesos como los precoces, pero su mundo pertenece más a la experimentación y son capaces de realizar muchas pruebas antes de dar lo mejor de sí; por lo general no se convencen de que son buenos en algo hasta que cumplen los 50 o más. Los precoces, en cambio, tienen una fe muy clara en su poder desde el primer momento y pueden poner todas sus energías a su servicio. Los tardíos tienen objetivos imprecisos y pueden volver muchas veces sobre los mismos temas de investigación (Ben Fountain, que escribía una novela sobre Haití y fue a visitar el país decenas de veces antes de sentirse listo para escribir). Según Gladwell, son precoces Picasso y Orson Welles. Ambos triunfan de modo muy claro desde muy jóvenes. Un tardío ilustre, en cambio, es Cézanne. Los tardíos necesitan de ayudas: mujeres, mecenas, padres, amigos. Sin la ayuda de Zolá, de su padre y de Vollard, que auspició su primera exhibición a los 56 años, Cézanne nunca habría llegado a la genialidad de su obra final. Los precoces, en cambio, solo se bastan a sí mismos.
La literatura moderna está llena de ambos casos. Precoz es Neruda, que publica “20 poemas de amor… “a los 20 años y escribe su obra maestra, “Residencia en la tierra”, antes de los 30. Vargas Llosa había terminado “La ciudad y los perros” a los 26 años y “La casa verde” a los 30. Hay pocos casos como el de Faulkner. Entre los 32 y los 45 escribe cuatro obras maestras: El ruido y la furia, Mientras agonizo, Santuario y Luz de agosto. Sin embargo, Alfred Hitchcock, entre las respetables edades de 59 y 61 años, dirige “Vértigo, Intriga internacional y la maravillosa Psicosis. Libros como “Pedro Páramo y Cien años de soledad” están terminados a edades intermedias, 38 y 40 años. Robinson Crusoe se escribió casi a los 60. Borges no escribió sus mejores libros sino hasta después de los 40 años.
Tanto precoces como tardíos son creadores serios y trabajadores que tienen disciplina desde muy pronto en sus vidas. La diferencia está en la edad en que logran lo mejor de sí. La creación es el resultado de una integración de energía, y su esplendor tiene edades distintas e inesperadas, misteriosas en cada uno.



Perpetua despedida en las gradas blancas
lágrima abierta descendiendo en la noche
Llamada esquiva
adioses postergados
lámpara encendida desde el sur
decorando el violeta de atardeceres subyacentes
canta tu locura dormida
boca frágil y triste


La nada muerde mi entendimiento
el dios silencioso pide ofrendas
la diosa deletrea cartas
augurios de arena rozando las líneas
mar
abismo
orilla
destejiendo un río de olvido
Caronte enluta mi horizonte


Faros perdidos en costas opuestas
parpadean nombres
crean mapas inexorables
márgenes colindantes a ciudades azules
en tinieblas
mi incompleto camino
traza ficticios puentes
entre tu prófuga existencia
y mi infeliz búsqueda de sentidos.

De literatura infantil y otras falacias




Mientras fui analfabeta, el mundo era seguro y amable. Todos parecían amigos y estar llenos de buenas intenciones. Antes de dormir, mi abuela me contaba unos cuentos un tanto aburridos en los cuales había siempre una niña muy buena y unos animalitos mejores aún y todos se entendían de maravillas. Es cierto que aparecía algún ser malvado, el que era invariablemente vencido al final del relato y todos vivían felices para siempre. Yo no quedaba conforme e intentaba saber algo más. La abuela, de mala gana, iba insertando algunos sucesos disparatados, mirándome de reojo cada tanto para cerciorarse si me dormía y dejaba de jorobar.
Hasta que en una oportunidad cualquiera, la abuela mencionó que alguna vez su vida terminaría y sería enterrada. La miré con espanto. No podía soportar la idea de que algo tan terrible ocurriera. ¿Cómo podría vivir sin ella? No, no podía ser verdad. Debo haber tenido una reacción muy dramática, porque se vio obligada a explicarme que todo ser viviente estaba destinado a morir. Lloraba con desesperación, abrazada a sus piernas. Después, una duda terrible me invadió. “¿Yo también voy a morir?” Compasivamente, trató de negarlo. Pero, ante la falta de lógica del asunto, terminó por admitir “Falta muuuucho tiempo para eso” y trató de desviar la conversación hacia algún tema más inofensivo.
“Pero, ¿cómo permite Dios que eso pase? Si todos nos vamos a morir, para qué vivimos y crecemos entonces?” Era algo monstruoso, tenía que ser un error.
Un abismo insondable se abría ante mí y se tragaba toda la vida que había llevado hasta el momento. Las cosas que me habían alegrado y que llevaban un sello de seguridad e inmutabilidad, como los juguetes, las festividades, los poderosos mayores, el techo que me cubría, todo se desmoronaba para siempre. No, para siempre no. Esa era una falsedad que existía sólo en los cuentos. Nada era ya eterno porque el espacio en el cual había vivido hasta ese momento, no existía.
Cuando aprendí a leer, tuve acceso a la biblia cristiana y a los cuentos tradicionales y pude enterarme que los premiados no son precisamente las gentes buenas sino los seres astutos que se las arreglan para engañar a los otros, manipulando a los incautos a su antojo. Tampoco los animales resultaban ser esos personajes angelicales, sino pobres seres que deben sobrevivir devorando a otros y luego escapar para no ser a su vez, la comida de los demás. Y también al salir al mundo exterior, o sea real, comprendí que esos instintos destructivos que uno tiene adentro como garras malignas que avergüenzan, otros las usan sin ningún escrúpulo.
En consecuencia, comencé a sentir indignación hacia el falso mundo que la literatura, el cine y hasta la juguetería han armado para engatusar a los niños más pequeños. Ya me había parecido que el comportamiento de los nenes no tenía mucha relación con los relatos escuchados. Y si pensaba en los juguetes, el asunto era más absurdo aún. Esas toscas representaciones de ratones, por ejemplo, de los que comenzaba a saber que podían transmitir enfermedades mortales como la rabia, al igual que los perros y gatos. Durante mis años en el falso paraíso, mi compañero favorito era un oso de peluche de quien no me podían separar. Al verlo después con nuevos ojos ya no me pareció tan inofensivo, ya que era la caricatura de una bestia que, de ser real, me habría atacado con toda espontaneidad y ningún reparo.
Como lógica reacción, mi desencanto y furia se dirigió hacia un escritor cuyos textos me hacían leer, llamado Constancio Vigil. Era un argentino que escribía relatos edificantes y fastidiosos dirigidos a los niños preescolares. Ya el nombre sugería un señor en vigilancia constante, una especie de inspector a jornada completa. Lo imaginaba bajito, calvo, de lentes y voz aguda; seguramente no se reía jamás. Los niños que describía en sus relatos eran tan increíblemente perfectos que nadie hubiera podido creerles.
Después, mucho después, pensé que sus textos podrían obedecer a un honrado intento de introducir algunas nociones de buena convivencia en las mentes obtusas de esos asesinos en miniatura. Quizá el pobre señor tenía unos sobrinos bestiales que lo habrían inspirado en su labor. Sobrinos y no hijos, porque ni siquiera podía imaginarlo casado.
Me habían regalado unos cuantos libros de su autoría, ejemplares muy hermosamente encuadernados, con estampas en colores pastel y detalles en dorado. Como era especialmente cuidadosa con los libros, éstos lucían impecables. En una discusión con mis parientes “sobre la verdad de la vida” les comuniqué con bastante énfasis mi crítica ante el literato en cuestión y el desagrado que sentía ante el engaño al que me habían sometido. Con evidente molestia, me contestaron que estaba completamente equivocada; mi escepticismo enfermizo debía corregirse. No quedando más palabras disponibles en mi repertorio, opté por la acción. Cogí uno a uno los libros. Por un instante mi acto pudo parecerme sobredimensionado. Pero no podía detenerme ya. Los tres adultos presentes eran un gran público, de modo que, con pena por dentro y decidida violencia por fuera, di una última mirada a los volúmenes y los destrocé. Aún ahora, habiendo transcurrido toda una eternidad, mi alma de bibliófila se estremece al recordar las bellas estampas, la fina tipografía y el excelente papel que las sustentaba y que tuvieron un final injusto, pero necesario. También es cierto que la ira y consternación de los espectadores le dieron encanto a la escena.
Pero no fue una buena idea; después supe que no hay que confiar en los mayores. Pero esa es otra historia.
Por lo visto, jamás olvidé ese instante de la revelación de la mortalidad y me parece que todos buscan recuperar alguna vez el paraíso perdido en años tempranos. Algunos esperan ganar el juicio final y ser admitidos en el cielo cristiano, un sinnúmero de machistas cuentan con entrar al jardín del Edén, bajo el cual circulan los ríos, donde les esperan vírgenes de ojos semicerrados y les atienden donceles inmortales, otros venerables hermanos ya han partido a decorar el oriente eterno, sin olvidar aquellos que se preparan para otras vidas en otros cuerpos. Al sentir abrirse el vacío de la realidad antes desconocida, al enfrentar el horror de lo inabarcable, me ha hecho falta crear un mundo propio que hiciera las veces de un bastón para seguir caminando.

viernes, 5 de diciembre de 2008

La Insoportable Sordidez de la Infancia.

Por Ariel Zúñiga Núnez

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Los animales nacen y sólo deben desenvolverse. En cambio al niño hay que educarlo pues es arrojado a un mundo en que todo le es ajeno.

Porque es común nos habituamos a recargar su candor con fabulaciones de psicóticos y abusadores. “El niño debe desarrollar su imaginación”, nos excusamos, al tiempo en que los habituamos a contemplar un mundo absurdo, dual y maniqueo.

A medida que desarrollamos su mente la vamos atrofiando, acotando las infinitas posibilidades a un bien y mal de dudosa procedencia. A fantasías entre comillas que sólo son versiones imaginativas de un mundo que los obligamos a aceptar como coherente.

La edad pasa y los niños persisten; de cuarenta años tras una consola de video juego pretenden evadir lo real pues fueron educados por y para la fantasía.

El mundo ni siquiera les repugna pues no lo conocen; a cambio balbucean su erudición autista de arcadia.

Cada vez me hago más escéptico del sobrecuidado que se les concede a los niños; muchos nacen de la pasión improvisada, de otros niños púberes; otros son planificados por seres vacíos que ven en la criatura una excusa para sostener sus precarias vidas. En ese contexto educar es procurarles una probeta por el mayor tiempo posible, aislarlos del mundo pues son acechados por monstruos que quieren robarles los costosos objetos de consumo con que pretendemos chantajear su pequeño corazón, o explotarlos sexualmente, pues pareciera que hay un pedófilo por cada infante.

Hay, mis ojos, la luz de mi vida ¿qué podré hacer sin ti? Prefiero envenenarte, domesticarte, acortar tu mirada para que de mí dependas. Pues el amor también se enseña, no surge espontáneamente como la maldad, la gran maldad que siempre es ingenua. Y para eso llenamos su cabecita con tonteras, para atontar su fecundidad que amenaza con independencia, con emancipación. Fecundidad que amenaza con destrucción fecunda, con rebeldía, con gloria.

Debe adquirir miedos para ser gobernado, excusas para creer en escusas, mentiras para poder mentir y mentirse.

Por favor, dense el tiempo de leer la basura con que alimentamos al futuro y admitan que quemar libros no siempre es un acto barbárico.

Admita que los libros no son buenos en sí mismo, pues en ellos se ha volcado lo más sublime del ser humano pero también lo más nefasto.

martes, 2 de diciembre de 2008

Libertos.

Por Ariel Zúñiga.

Viajabamos en una 509 vacía, mientras todos regresaban a Maipú a dormir, nosotros íbamos al centro.

- ¿Pero qué te dijo esta mina? – indagué por enésima vez.

- Que le daba paja venir a Maipú, además que era muy flaite.- Me contestó Enrique.

- Como si Perralolen fuera tan tranquilo.

Guardé la compostura, qué sentido tenía defender una comuna y de qué, y ante quién. Habíamos asumido la posición salomónica, aunque a mi no me parecía tan así. En mi casa estaba solo, había una botillería en la esquina, patio si querían fumar, habitaciones, camas, preservativos, etc, a cambio de todo eso una dirección y una referencia: Teatinos con Compañía de Jesús.

- ¿Y qué onda, conocí a las amigas?

- Me dijo que iba estar la Tere.

A Teresa la conocía de un carrete anterior, hace unos tres meses. Desde entonces me buscaba, y yo me dejaba buscar, pero siempre se interponía algo, “es que vives muy lejos”, me decía, y yo le respondía que era culpa de su domicilio y de su trabajo para evadir que el tamaño de la cuidad es un impedimento.

- Habrá que tomarse algo y de ahí nos vamos pa mi casa.

- Demás – me respondió Enrique sin mucha convicción, hacía tiempo que había perdido esa vitalidad de antaño, parecía un sobreviviente de la glaciación, delgado y desgarbado. Cuando lo conocí todos lo llamaban Kike y a mi me costaba hacerlo porque me cargan los diminutivos, me resisto a pensar que somos tan sólo un apodo bisílavo de aquellos que se encuentran a granel en una fiesta. Es la escusa de muchos para huir retóricamente de sus padres, ser bautizado por amigos para ese modo emanciparse, o de borrar la impronta que dejan algunos nombres demasiado cargados; pero para la gran mayoría es tan sólo la consagración de su anonimato, los que dicen ser sus amigos tan poco le aprecian que ni se han tomado la molestia de motejarlo artesanalmente y le imprimen “Coco” en la frente con la letanía que una cajera acerca un código de barra al escaner.

El lugar estaba atestado, al entrar nos parecía un hervidero y al sentarnos un resumidero. De un vistazo tres mujeres, un tipo, y no estaba la Teresa.

- ¡Hola! – menos mal que llegaron, dijo Ana, la única que conocía.

Me preguntaba sobre cuál podía ser nuestro aporte trascendental. O quizá estaban a punto de bailar desnudas y no tenían quien las fotografiara. Pero era solamente un decir, nuestra llegada no restaba un codo a lo mal del lugar, a sus doscientos metros cuadrados de hacinamiento, al aire denso de papas fritas mezcladas con tabaco y perfumes falsificados.

- ¿Les pedimos unos pisco souer?, insistió nuestra anfitriona luego de presentarnos.

- Preferiría unas chelas – dije, como en un felino reflejo.

- Chela, chela – reiteraba Enrique como un mantra.

Recién recababa que en todas las mesas yacían bandejas atestadas de papas fritas que reflejaban sospechosamente algunos neones verdes con palabras incompletas que pendían de las murallas. Desde que habíamos llegado no me había concentrado en las mesas pues buscaba con ansiedad al garzón para pedirle cervezas de modo de soportar la clautrofobia, y el aire enrarecido. Eran aquellos momentos en que el alcohol no es un lujo sino que una necesidad.

- ¿Pero a quien las pido?

- A la garzona - me contesta Ana.

El lugar era uno de los tantos restaurantes baratos del centro de Santiago, palta reina de entrada, mechada con agregado, bebida o jugo, café o postre por tres quinientos; colación simple por dos lucas. Y como suele ser en esos lugares había que pedir lo que no queríamos para que nos trajeran lo que sí: ¿Puede ser la mechada con puré?, “no señor, nos quedan sólo tallarines”. El que no reclama puede trabajar treinta años en el centro sin probar el puré, o atosigarse dos veces a la semana con el del día anterior recalentado al microondas y con un chorro de aceite en el centro “le eché un poco de jugito”, dicen, cuando el daño está hecho, si es que dicen algo pues lo normal es que arrojen el plato sobre la mesa y se dediquen a otros asuntos importantes como limarse las uñas.

Pero esa garzona, gorda, perezosa y mal educada, mascadora de chicle, con unas anchas caderas que amenazan con volcar el café encima del italiano en cada paseo por los estrechos pasillos, no estaba por ninguna parte, y si eso fuera poco casi todas las mujeres del lugar podrían sin dificultad haberlo sido y hasta vestían para la ocasión.

- ¿Y cual es la garzona?

- La que está ahí – me dijo, mientras señalaba a una veintena de mujeres que presumiblemente esperaban su turno en el baño. La única que hacía algo distinto era la “garzona” pero desde mi limitado ángulo no lo parecía.

- ¡Hey, aquí, dos cervezas de litro!

La veintena de mujeres me miraron despectivamente mientras rumiaban sus chicles bajos en calorías en un lugar en que la dieta eran papas fritas frías con pisco souer caliente.

Me resigné con dificultad a soportar la vida sin cerveza los próximos veinte minutos al notar que mis gritos eran inaudibles entre tantos otros, y mis gestos no correspondían: Además de ser los de un neurótico sobrio, ellos eran percibidos como sombras sicodélicas por el efecto de lente que producía el aire espeso, aceitoso y perfumado.

La lealtad de amigo me mantenía sujeto a la silla con más vigor que el sudor de la espalda. Se encontraba soltero desde hace poco y yo mismo había dado el mal consejo de “tení que salir a carretear, conocer minas”. Pero esa tontera del clavo saca otro clavo es para quinceañeras y carpinteros de quinta. Ahí estábamos, cautivos en una pesadilla y sin poder despertar, sin poder conversar ya que la deshidratación había avanzado casi hasta una embolia y los gritos eran inaudibles entre tantos otros.

A más de media hora de llegar, llegó una cerveza sin que pudiera distinguir a la garzona. La botella parecía sacada recién de la vitrina por lo tibia y polvorienta. Tomé un trago, en el vaso trizado, adornado con un biológico empavonado, y afiné mi voz para lograr hacerme oír:

- ¿Porqué no nos vamos a otro lado?

Una de ellas me hizo un gesto con la mano, indicando que aún quedaban papas fritas. Enrique se encogía de hombros con resignación.

Cuando acabaron las papas reiteré mi solicitud anticipándome a cualquier propuesta de pedir otra bandeja a la garzona que aún no lograba distinguir.

La amiga de Ana, que hasta hoy no sé cual es su nombre, intervino proponiendo que nos fuéramos al otro “ambiente” del restaurante, el que a esa hora se hacía llamar “pub”.

- Yo les dije que fuéramos para allá desde que llegamos – sentenció.

Se paró y caminó suponiendo que la seguiríamos disciplinadamente. Atravesaba la multitud como un cuchillo inmerso en la manteca con la frente altiva cual si fuera a recibir un premio Oscar tras el umbral de la puerta. No quedó otra opción que seguirla.

Enrique de la mano de Ana, otra amiga de Ana a la que tampoco escuché el nombre cuando nos presentaron, y un amigo de todas, y pareja de ninguna, que sí había sido presentado correctamente pero que de inmediato había sido investido con un sobrenombre. Caminamos como una procesión, como dicen por ahí, en fila india. Una mesa nos aguardaba debajo de unos músicos a los que tardé dos temas enterarme que no eran robotizados.

- Ven, este era el lugar – decía la entusiasta promotora del cambio de ambiente, con sus ojos brillantes, como una niña recibiendo una jesmarina.

Sólo la miré con cara de sobria conmiseración que ella consideró asentimiento. No habíamos sino caminado veinte pasos y atravesado una puerta falsa, para quedar a dos metros de unos músicos abatidos por la vida y su evidente falta de talento, y flanqueados por unas jardineras con flores de utilería. El otro “ambiente” había sido construido con los planos de un restaurante chino de mala muerte por un obrero autodidacta que no sabía leer planos. Se veía un poco más grande que la habitación contigua pero eso era porque estaba groséramente iluminado por tubos fluorescentes, sus paredes pintadas de blanco invierno con incrustaciones de dedos negros en las cuales habían colgado una amplia gama de cachivaches que un indigente con el mal de diógenes habría desechado, y espejos en el cielo raso, el cual estaba a menos de tres metros de la cerámica de oferta. El reflejo del espejo sólo cumplía la función de disimular la falta de espacio ya que apenas era visible a propósito de la polución constante que producían las papas fritas frías y el souer tibio.

Aguanté como dentro de una trinchera otros veinte minutos, sin cerveza, los que parecieron años, mientras los músicos de animatronic cantaban canciones que en mi vida había escuchado y que el público coreaba. A cada minuto dos o tres entusiastas parroquianos chocaban con nuestra mesa mientras estiraban la mano para que los músicos le “enviaran un saludo” a una mina que estaba sentada tres bandejas de papas fritas más allá. Los músicos apenas sabían leer o los cándidos pretendientes de treinta años cada uno, a lo menos, apenas sabían escribir, el hecho es que daban el mensaje equivocado el cual era corregido como por medio de un sonoprompter con altavoz por sus autores mientras afirmaban sus temblorosas manos en nuestra mesa. Yo esperaba el momento en que alguien gritara “¡corten!” pues no me parecía que todo eso pudiera estar pasando, si quiero saludar a una mina que está a cuatro metros espero que nuestras miradas se crucen o en su defecto camino hacia ella, pero estos tipos le enviaban “saludos” como si estuviéramos en una kermesse en quinto básico.

Al amigo de todas, pero solamente amigo, lo había motejado frugalmente con el rótulo de “Futuro”. Se parecía a mi bastante, cualquiera habría dicho “estos son hermanos o primos”. Pero los ocho o diez años con que se adelantaba le habían sentado muy mal como si los hubiese pasado sin dormir, bajo el sol y saltando en un pie. El llamarle Futuro, en tales circunstancias, era parte de una abstinente indulgencia.

Al fin llegaron más cervezas tibias lo que serviría para contestar los gases papafriteros con flatulencias. Uno de los pretendientes anónimos, que usaba de los servicios de los animatronic, ensayaba una coreografía y levantaba las manos cual concierto de Madona. Me percaté que quien cantaba, “estamos en la hora del karaoke” me grita eufórica la amiga número uno a ver mi cara de sorpresa, es la mujer que había saludado el pelotudo que ahora es bailarín.

- En realidad Enrique eso de estar con minas está sobrevalorado – le dije – es una de las tantas huevas que hacemos para lidiar con el tiempo, la soledad y nosotros mismos.

- Igual, voy a cachar primero qué onda con esta mina.

Quise responderle que ciertos árboles torcidos no se enderezan ni con un huinche, que a ese ritmo sus pulmones sucumbirían por falta de aire, que el colesterol, las dioxinas del aceite refrito, los gases invernadero del hielo seco, pero le dije “permiso”, y atravesé la muchedumbre arrancando del lugar. Taso en dos bandejas de papas y cuatro souer cada uno lo que demoraron en concluir que no estaba en el baño.

Leer o no leer



Si esta fuera una elección, la lectura saldría derrotada en Chile. La segunda versión de la encuesta "Chile y los libros: índice de lectura, tenencia y compra de libros". De Fundación La Fuente y Adimark, cuyos resultados se darán a conocer en la Feria del Libro, vuelve a comprobarlo. Interesantísimo artículo de la Tercera Cultura del día 9 de noviembre. Más relevante a mi parecer es la encuesta que pregunta ¿De qué género era el último libro que leyó?
Novela 36,8 %
Autoayuda 8.7
Enseñanza general 8.6
Infantil y juvenil 8.2
Religiosos 7.9
Humanidades Cs. Soc 6.4
Científico Técnico 3.8
Medicina biología 3.6
Poesía 3.4

Razón tiene Zurita al decir que poesía solo la leen los poetas. Y ¿por qué en los Fondos Concursables se eligen trabajos poéticos y se deja de lado la narrativa? Se puede aseverar que muchas de las ediciones sobre poesía no se venden. Pueden preguntárselo a los editores, ellos editan porque cobran y solo entregan a los lectores a los poetas vendibles - Neruda, Mistral, Rojas, Zurita Teillier- Efraín Barquero el premio nacional resucitó algunas semanas, las revistas literarias lo mencionaron y después le olvidaron. Para ser un poeta en Chile, debe ser de calidad superior, o, de lo contrario será conocido por sus amigos, el Círculo o la entidad literaria que dulcemente lo acoge y terminará regalando sus libros ante que sean devorados por el tiempo y las polillas. En el informe de los libros más vendidos no hay ninguno de poesía. Exijo una explicación.