sábado, 6 de diciembre de 2008

De literatura infantil y otras falacias




Mientras fui analfabeta, el mundo era seguro y amable. Todos parecían amigos y estar llenos de buenas intenciones. Antes de dormir, mi abuela me contaba unos cuentos un tanto aburridos en los cuales había siempre una niña muy buena y unos animalitos mejores aún y todos se entendían de maravillas. Es cierto que aparecía algún ser malvado, el que era invariablemente vencido al final del relato y todos vivían felices para siempre. Yo no quedaba conforme e intentaba saber algo más. La abuela, de mala gana, iba insertando algunos sucesos disparatados, mirándome de reojo cada tanto para cerciorarse si me dormía y dejaba de jorobar.
Hasta que en una oportunidad cualquiera, la abuela mencionó que alguna vez su vida terminaría y sería enterrada. La miré con espanto. No podía soportar la idea de que algo tan terrible ocurriera. ¿Cómo podría vivir sin ella? No, no podía ser verdad. Debo haber tenido una reacción muy dramática, porque se vio obligada a explicarme que todo ser viviente estaba destinado a morir. Lloraba con desesperación, abrazada a sus piernas. Después, una duda terrible me invadió. “¿Yo también voy a morir?” Compasivamente, trató de negarlo. Pero, ante la falta de lógica del asunto, terminó por admitir “Falta muuuucho tiempo para eso” y trató de desviar la conversación hacia algún tema más inofensivo.
“Pero, ¿cómo permite Dios que eso pase? Si todos nos vamos a morir, para qué vivimos y crecemos entonces?” Era algo monstruoso, tenía que ser un error.
Un abismo insondable se abría ante mí y se tragaba toda la vida que había llevado hasta el momento. Las cosas que me habían alegrado y que llevaban un sello de seguridad e inmutabilidad, como los juguetes, las festividades, los poderosos mayores, el techo que me cubría, todo se desmoronaba para siempre. No, para siempre no. Esa era una falsedad que existía sólo en los cuentos. Nada era ya eterno porque el espacio en el cual había vivido hasta ese momento, no existía.
Cuando aprendí a leer, tuve acceso a la biblia cristiana y a los cuentos tradicionales y pude enterarme que los premiados no son precisamente las gentes buenas sino los seres astutos que se las arreglan para engañar a los otros, manipulando a los incautos a su antojo. Tampoco los animales resultaban ser esos personajes angelicales, sino pobres seres que deben sobrevivir devorando a otros y luego escapar para no ser a su vez, la comida de los demás. Y también al salir al mundo exterior, o sea real, comprendí que esos instintos destructivos que uno tiene adentro como garras malignas que avergüenzan, otros las usan sin ningún escrúpulo.
En consecuencia, comencé a sentir indignación hacia el falso mundo que la literatura, el cine y hasta la juguetería han armado para engatusar a los niños más pequeños. Ya me había parecido que el comportamiento de los nenes no tenía mucha relación con los relatos escuchados. Y si pensaba en los juguetes, el asunto era más absurdo aún. Esas toscas representaciones de ratones, por ejemplo, de los que comenzaba a saber que podían transmitir enfermedades mortales como la rabia, al igual que los perros y gatos. Durante mis años en el falso paraíso, mi compañero favorito era un oso de peluche de quien no me podían separar. Al verlo después con nuevos ojos ya no me pareció tan inofensivo, ya que era la caricatura de una bestia que, de ser real, me habría atacado con toda espontaneidad y ningún reparo.
Como lógica reacción, mi desencanto y furia se dirigió hacia un escritor cuyos textos me hacían leer, llamado Constancio Vigil. Era un argentino que escribía relatos edificantes y fastidiosos dirigidos a los niños preescolares. Ya el nombre sugería un señor en vigilancia constante, una especie de inspector a jornada completa. Lo imaginaba bajito, calvo, de lentes y voz aguda; seguramente no se reía jamás. Los niños que describía en sus relatos eran tan increíblemente perfectos que nadie hubiera podido creerles.
Después, mucho después, pensé que sus textos podrían obedecer a un honrado intento de introducir algunas nociones de buena convivencia en las mentes obtusas de esos asesinos en miniatura. Quizá el pobre señor tenía unos sobrinos bestiales que lo habrían inspirado en su labor. Sobrinos y no hijos, porque ni siquiera podía imaginarlo casado.
Me habían regalado unos cuantos libros de su autoría, ejemplares muy hermosamente encuadernados, con estampas en colores pastel y detalles en dorado. Como era especialmente cuidadosa con los libros, éstos lucían impecables. En una discusión con mis parientes “sobre la verdad de la vida” les comuniqué con bastante énfasis mi crítica ante el literato en cuestión y el desagrado que sentía ante el engaño al que me habían sometido. Con evidente molestia, me contestaron que estaba completamente equivocada; mi escepticismo enfermizo debía corregirse. No quedando más palabras disponibles en mi repertorio, opté por la acción. Cogí uno a uno los libros. Por un instante mi acto pudo parecerme sobredimensionado. Pero no podía detenerme ya. Los tres adultos presentes eran un gran público, de modo que, con pena por dentro y decidida violencia por fuera, di una última mirada a los volúmenes y los destrocé. Aún ahora, habiendo transcurrido toda una eternidad, mi alma de bibliófila se estremece al recordar las bellas estampas, la fina tipografía y el excelente papel que las sustentaba y que tuvieron un final injusto, pero necesario. También es cierto que la ira y consternación de los espectadores le dieron encanto a la escena.
Pero no fue una buena idea; después supe que no hay que confiar en los mayores. Pero esa es otra historia.
Por lo visto, jamás olvidé ese instante de la revelación de la mortalidad y me parece que todos buscan recuperar alguna vez el paraíso perdido en años tempranos. Algunos esperan ganar el juicio final y ser admitidos en el cielo cristiano, un sinnúmero de machistas cuentan con entrar al jardín del Edén, bajo el cual circulan los ríos, donde les esperan vírgenes de ojos semicerrados y les atienden donceles inmortales, otros venerables hermanos ya han partido a decorar el oriente eterno, sin olvidar aquellos que se preparan para otras vidas en otros cuerpos. Al sentir abrirse el vacío de la realidad antes desconocida, al enfrentar el horror de lo inabarcable, me ha hecho falta crear un mundo propio que hiciera las veces de un bastón para seguir caminando.

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