martes, 2 de diciembre de 2008

Libertos.

Por Ariel Zúñiga.

Viajabamos en una 509 vacía, mientras todos regresaban a Maipú a dormir, nosotros íbamos al centro.

- ¿Pero qué te dijo esta mina? – indagué por enésima vez.

- Que le daba paja venir a Maipú, además que era muy flaite.- Me contestó Enrique.

- Como si Perralolen fuera tan tranquilo.

Guardé la compostura, qué sentido tenía defender una comuna y de qué, y ante quién. Habíamos asumido la posición salomónica, aunque a mi no me parecía tan así. En mi casa estaba solo, había una botillería en la esquina, patio si querían fumar, habitaciones, camas, preservativos, etc, a cambio de todo eso una dirección y una referencia: Teatinos con Compañía de Jesús.

- ¿Y qué onda, conocí a las amigas?

- Me dijo que iba estar la Tere.

A Teresa la conocía de un carrete anterior, hace unos tres meses. Desde entonces me buscaba, y yo me dejaba buscar, pero siempre se interponía algo, “es que vives muy lejos”, me decía, y yo le respondía que era culpa de su domicilio y de su trabajo para evadir que el tamaño de la cuidad es un impedimento.

- Habrá que tomarse algo y de ahí nos vamos pa mi casa.

- Demás – me respondió Enrique sin mucha convicción, hacía tiempo que había perdido esa vitalidad de antaño, parecía un sobreviviente de la glaciación, delgado y desgarbado. Cuando lo conocí todos lo llamaban Kike y a mi me costaba hacerlo porque me cargan los diminutivos, me resisto a pensar que somos tan sólo un apodo bisílavo de aquellos que se encuentran a granel en una fiesta. Es la escusa de muchos para huir retóricamente de sus padres, ser bautizado por amigos para ese modo emanciparse, o de borrar la impronta que dejan algunos nombres demasiado cargados; pero para la gran mayoría es tan sólo la consagración de su anonimato, los que dicen ser sus amigos tan poco le aprecian que ni se han tomado la molestia de motejarlo artesanalmente y le imprimen “Coco” en la frente con la letanía que una cajera acerca un código de barra al escaner.

El lugar estaba atestado, al entrar nos parecía un hervidero y al sentarnos un resumidero. De un vistazo tres mujeres, un tipo, y no estaba la Teresa.

- ¡Hola! – menos mal que llegaron, dijo Ana, la única que conocía.

Me preguntaba sobre cuál podía ser nuestro aporte trascendental. O quizá estaban a punto de bailar desnudas y no tenían quien las fotografiara. Pero era solamente un decir, nuestra llegada no restaba un codo a lo mal del lugar, a sus doscientos metros cuadrados de hacinamiento, al aire denso de papas fritas mezcladas con tabaco y perfumes falsificados.

- ¿Les pedimos unos pisco souer?, insistió nuestra anfitriona luego de presentarnos.

- Preferiría unas chelas – dije, como en un felino reflejo.

- Chela, chela – reiteraba Enrique como un mantra.

Recién recababa que en todas las mesas yacían bandejas atestadas de papas fritas que reflejaban sospechosamente algunos neones verdes con palabras incompletas que pendían de las murallas. Desde que habíamos llegado no me había concentrado en las mesas pues buscaba con ansiedad al garzón para pedirle cervezas de modo de soportar la clautrofobia, y el aire enrarecido. Eran aquellos momentos en que el alcohol no es un lujo sino que una necesidad.

- ¿Pero a quien las pido?

- A la garzona - me contesta Ana.

El lugar era uno de los tantos restaurantes baratos del centro de Santiago, palta reina de entrada, mechada con agregado, bebida o jugo, café o postre por tres quinientos; colación simple por dos lucas. Y como suele ser en esos lugares había que pedir lo que no queríamos para que nos trajeran lo que sí: ¿Puede ser la mechada con puré?, “no señor, nos quedan sólo tallarines”. El que no reclama puede trabajar treinta años en el centro sin probar el puré, o atosigarse dos veces a la semana con el del día anterior recalentado al microondas y con un chorro de aceite en el centro “le eché un poco de jugito”, dicen, cuando el daño está hecho, si es que dicen algo pues lo normal es que arrojen el plato sobre la mesa y se dediquen a otros asuntos importantes como limarse las uñas.

Pero esa garzona, gorda, perezosa y mal educada, mascadora de chicle, con unas anchas caderas que amenazan con volcar el café encima del italiano en cada paseo por los estrechos pasillos, no estaba por ninguna parte, y si eso fuera poco casi todas las mujeres del lugar podrían sin dificultad haberlo sido y hasta vestían para la ocasión.

- ¿Y cual es la garzona?

- La que está ahí – me dijo, mientras señalaba a una veintena de mujeres que presumiblemente esperaban su turno en el baño. La única que hacía algo distinto era la “garzona” pero desde mi limitado ángulo no lo parecía.

- ¡Hey, aquí, dos cervezas de litro!

La veintena de mujeres me miraron despectivamente mientras rumiaban sus chicles bajos en calorías en un lugar en que la dieta eran papas fritas frías con pisco souer caliente.

Me resigné con dificultad a soportar la vida sin cerveza los próximos veinte minutos al notar que mis gritos eran inaudibles entre tantos otros, y mis gestos no correspondían: Además de ser los de un neurótico sobrio, ellos eran percibidos como sombras sicodélicas por el efecto de lente que producía el aire espeso, aceitoso y perfumado.

La lealtad de amigo me mantenía sujeto a la silla con más vigor que el sudor de la espalda. Se encontraba soltero desde hace poco y yo mismo había dado el mal consejo de “tení que salir a carretear, conocer minas”. Pero esa tontera del clavo saca otro clavo es para quinceañeras y carpinteros de quinta. Ahí estábamos, cautivos en una pesadilla y sin poder despertar, sin poder conversar ya que la deshidratación había avanzado casi hasta una embolia y los gritos eran inaudibles entre tantos otros.

A más de media hora de llegar, llegó una cerveza sin que pudiera distinguir a la garzona. La botella parecía sacada recién de la vitrina por lo tibia y polvorienta. Tomé un trago, en el vaso trizado, adornado con un biológico empavonado, y afiné mi voz para lograr hacerme oír:

- ¿Porqué no nos vamos a otro lado?

Una de ellas me hizo un gesto con la mano, indicando que aún quedaban papas fritas. Enrique se encogía de hombros con resignación.

Cuando acabaron las papas reiteré mi solicitud anticipándome a cualquier propuesta de pedir otra bandeja a la garzona que aún no lograba distinguir.

La amiga de Ana, que hasta hoy no sé cual es su nombre, intervino proponiendo que nos fuéramos al otro “ambiente” del restaurante, el que a esa hora se hacía llamar “pub”.

- Yo les dije que fuéramos para allá desde que llegamos – sentenció.

Se paró y caminó suponiendo que la seguiríamos disciplinadamente. Atravesaba la multitud como un cuchillo inmerso en la manteca con la frente altiva cual si fuera a recibir un premio Oscar tras el umbral de la puerta. No quedó otra opción que seguirla.

Enrique de la mano de Ana, otra amiga de Ana a la que tampoco escuché el nombre cuando nos presentaron, y un amigo de todas, y pareja de ninguna, que sí había sido presentado correctamente pero que de inmediato había sido investido con un sobrenombre. Caminamos como una procesión, como dicen por ahí, en fila india. Una mesa nos aguardaba debajo de unos músicos a los que tardé dos temas enterarme que no eran robotizados.

- Ven, este era el lugar – decía la entusiasta promotora del cambio de ambiente, con sus ojos brillantes, como una niña recibiendo una jesmarina.

Sólo la miré con cara de sobria conmiseración que ella consideró asentimiento. No habíamos sino caminado veinte pasos y atravesado una puerta falsa, para quedar a dos metros de unos músicos abatidos por la vida y su evidente falta de talento, y flanqueados por unas jardineras con flores de utilería. El otro “ambiente” había sido construido con los planos de un restaurante chino de mala muerte por un obrero autodidacta que no sabía leer planos. Se veía un poco más grande que la habitación contigua pero eso era porque estaba groséramente iluminado por tubos fluorescentes, sus paredes pintadas de blanco invierno con incrustaciones de dedos negros en las cuales habían colgado una amplia gama de cachivaches que un indigente con el mal de diógenes habría desechado, y espejos en el cielo raso, el cual estaba a menos de tres metros de la cerámica de oferta. El reflejo del espejo sólo cumplía la función de disimular la falta de espacio ya que apenas era visible a propósito de la polución constante que producían las papas fritas frías y el souer tibio.

Aguanté como dentro de una trinchera otros veinte minutos, sin cerveza, los que parecieron años, mientras los músicos de animatronic cantaban canciones que en mi vida había escuchado y que el público coreaba. A cada minuto dos o tres entusiastas parroquianos chocaban con nuestra mesa mientras estiraban la mano para que los músicos le “enviaran un saludo” a una mina que estaba sentada tres bandejas de papas fritas más allá. Los músicos apenas sabían leer o los cándidos pretendientes de treinta años cada uno, a lo menos, apenas sabían escribir, el hecho es que daban el mensaje equivocado el cual era corregido como por medio de un sonoprompter con altavoz por sus autores mientras afirmaban sus temblorosas manos en nuestra mesa. Yo esperaba el momento en que alguien gritara “¡corten!” pues no me parecía que todo eso pudiera estar pasando, si quiero saludar a una mina que está a cuatro metros espero que nuestras miradas se crucen o en su defecto camino hacia ella, pero estos tipos le enviaban “saludos” como si estuviéramos en una kermesse en quinto básico.

Al amigo de todas, pero solamente amigo, lo había motejado frugalmente con el rótulo de “Futuro”. Se parecía a mi bastante, cualquiera habría dicho “estos son hermanos o primos”. Pero los ocho o diez años con que se adelantaba le habían sentado muy mal como si los hubiese pasado sin dormir, bajo el sol y saltando en un pie. El llamarle Futuro, en tales circunstancias, era parte de una abstinente indulgencia.

Al fin llegaron más cervezas tibias lo que serviría para contestar los gases papafriteros con flatulencias. Uno de los pretendientes anónimos, que usaba de los servicios de los animatronic, ensayaba una coreografía y levantaba las manos cual concierto de Madona. Me percaté que quien cantaba, “estamos en la hora del karaoke” me grita eufórica la amiga número uno a ver mi cara de sorpresa, es la mujer que había saludado el pelotudo que ahora es bailarín.

- En realidad Enrique eso de estar con minas está sobrevalorado – le dije – es una de las tantas huevas que hacemos para lidiar con el tiempo, la soledad y nosotros mismos.

- Igual, voy a cachar primero qué onda con esta mina.

Quise responderle que ciertos árboles torcidos no se enderezan ni con un huinche, que a ese ritmo sus pulmones sucumbirían por falta de aire, que el colesterol, las dioxinas del aceite refrito, los gases invernadero del hielo seco, pero le dije “permiso”, y atravesé la muchedumbre arrancando del lugar. Taso en dos bandejas de papas y cuatro souer cada uno lo que demoraron en concluir que no estaba en el baño.

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